La última entrega de Parque Jurásico es entretenida, tiene acción a
raudales y los bichos prehistóricos nunca defraudan. De paso, y como
quien no quiere la cosa, apunta a dos problemas acuciantes. En primer
lugar, cómo se está convirtiendo el planeta en un gigantesco parque
temático, de lo cultural a lo religioso pasando por lo arquitectónico o
lo meramente viajero, en aras de ese "turista accidental" (gran película de Kasdan) que busca emociones fuertes pero seguras, exóticas pero
falsas. Por otro lado, el concepto de "contaminación genética". Y es
que la nueva creación de laboratorio -un híbrido de dinosaurio, anfibio y
el ingrediente mágico que posibilitó a las supernenas- es el futuro
tecno-biológico de la humanidad. Lo que no deja de ser tan estimulante
como peligroso (mis simpatías iban con el bicho protagonista de ojos
tornasolados (y mis antipatías contra la ejecutiva pelirroja)
traicionado en un giro de guión por el que la impronta epigenética tiene
más fuerza el tirón de la genétia pura). Quedaos con este concepto "algenia" que significa cambiar la esencia de una cosa viva (un concepto que habría hecho desmayarse a Aristóteles pero que hubiese hecho las delicias de Darwin). Desde hace algunos siglos -hay quien sitúa el cambio en Bacon, otros se remontan a Demócrito y Anaxágoras- el significado metafísico de nuestra relación con la naturaleza cambio para hacerse tecnológica. Es lo quiso decir, y criticar, Heidegger cuando comparó los Auschwitz con los mataderos industriales. El filósofo alemán hubiese dicho ante el desastre de Mundo Jurásico: "Ya os lo dije"
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